Ilustración: Adrián Herrera / Hun.Taller
Aquí puedes leer el texto original

En las cartas a su hermana, a su madre (una gran cantidad de ellas fue destruida por ésta, previo acuerdo mutuo), a sus amigos, editores, amores y amantes, se guardaron los momentos luminosos, junto con los rincones más oscuros y, hacia el final, más tristes de su vida.

Ahí descansan los indicios de una abundante vida que se fue secando lentamente. Las palabras, los silencios de un largo adiós que concluyó la mañana gris del domingo 12 de febrero de 1984. Hace ya 40 años.

Querido Gabo…

El 11 de octubre de 1983, acosado por un cansancio que se volvía tan humillante como infinito, Julio Cortázar apenas pudo garabatear unas trastabillantes líneas:

Querido Gabo. Un mero argentino me hace llegar una carta que contiene otra para ti. Ahí va.

Y luego, el mensaje, breve como un susurro:

No sé nada de ti desde hace rato, salvo que posiblemente estás en México. Por mi parte, ando bastante enfermo de algo gástrico que los médicos no alcanzan a localizar. En diciembre espero estar bien para ir a Cuba, Puerto Rico y Guatemala. Sin duda haré escala en México, y habré de llamarte.

Un abrazo a Mercedes y para ti todo el afecto de

Julio

4 Rue Martel
75030 Paris.

Cuando Cortázar escribió este lacónico mensaje, como pocas veces solía ser con sus amigos, su cuerpo ya estaba hecho una prisión de malestares y dolores sin tregua.

Su existencia se había convertido en una noche asfixiante; le impedía moverse, caminar. Vivía en una frontera: no tenía certeza de qué era lo que le devoraba las entrañas. Eran los días más duros, de los que ya no habría regreso. Se movían entre el gris y la oscuridad plena.

Cortázar, García Márquez y su larga amistad

Con Rayuela, de Julio Cortázar, y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, el planeta literario abrió las puertas al llamado boom latinoamericano, al que luego arribaron Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti y otros más.

La relación de Julio Cortázar con Gabriel García Márquez traspasaba los límites de los encuentros en conferencias y reuniones literarias. Había comenzado en los años sesenta, cuando el colombiano vivía tiempos que él definía como los de un hombre “feliz e indocumentado”. En esa época compartieron aventuras, cenas, innumerables veladas.

Una de las travesías que ayudaron a forjar su amistad, más allá de los universos intelectuales compartidos, fue el viaje que, en compañía de Carlos Fuentes, hicieron a la Praga de Milan Kundera para atestiguar, en directo, los efectos de la invasión rusa a las tierras checoslovacas. Era 1968.

Así lo recordaba García Márquez: “Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión, y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerra atroces y amores desaforados”.

Hubo una etapa, en los años setenta, en que ambos coincidieron en Europa. Julio, en París; Gabriel, en España. Luego, compartieron momentos culminantes de su amistad: la cruzada en defensa por los derechos humanos en países en los que las dictaduras militares se habían asentado con el apoyo de Estados Unidos: Chile, Uruguay, Nicaragua y, por supuesto, Argentina. Ambos impulsaron el proyecto Habeas. Una historia apenas contada.

Ambos, también, tomarían partido en algún momento por dos movimientos sociales que dividían las aguas ideológicas en América Latina:

GARCÍA MÁRQUEZ AL LADO DE FIDEL CASTRO Y LA REVOLUCIÓN CUBANA, MIENTRAS QUE CORTÁZAR ABRAZARÍA, HASTA EL DOLOR, LA LUCHA DEL FRENTE SANDINISTA DE LIBERACIÓN NACIONAL.

García Márquez al lado de Fidel Castro y la Revolución cubana, mientras que Julio Cortázar abrazaría, hasta el dolor, la lucha del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), antes, durante y después de que tomaran el poder en 1979. Su preocupación y compromiso con el pueblo de Nicaragua lo mantuvo hasta el último aliento.

Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, en cierto modo, aún comparten espacios. Ahora, lo hacen en la Universidad de Texas en Austin. El original de Rayuela se encuentra resguardado en la biblioteca Benso. Al otro lado del campus, los archivos de Gabo descansan en el Harry Ransom Center. Ahí se encuentra el original de la breve carta con la Julio Cortázar rubrica su largo adiós.

1981: arranca la línea del dolor de Cortázar

Han pasado 40 años y, poco a poco, se ha ido construyendo lo que podría llamarse la línea narrativa del dolor de Cortázar, la que lo llevó a su muerte la mañana del domingo 12 de febrero de 1984.

La salud de Julio Cortázar tuvo su quiebre mayor por lo menos dos años antes, en agosto de 1981, cuando arrancó la escalada de complicaciones. Primero, la aparición de unas anginas que lo derrumban físicamente más de una semana. Empujado por la desesperación, a la carga de antibióticos recetada, le agregan descargas de aspirinas para contener una fiebre que no cede. La combinación sería demoledora.

Algunos de sus biógrafos cuentan que Carol Dunlop (La osita), su última esposa, lo encontró tendido en el pasillo de su casa en medio de un charco de sangre. Durante cinco días, Cortázar estuvo en una sala de reanimación del hospital Aix-en-Provence, donde le hicieron transfusiones de cuando menos 30 litros de sangre.

Luego de levantarse de este golpe, Cortázar lo explicó con un humor ácido: lo cual, “para alguien que frecuenta la vampirología, no estaba nada mal, porque no creo que Drácula haya bebido la sangre de veinte personas diferentes en cinco días, dicho sea con todo respeto al conde”. Aunque también reconoce que esa hemorragia no lo mandó a “mirar las flores del lado de las raíces, nada más por puro milagro”.

El 9 de noviembre de ese 1981 le escribe a Saúl Sosnowski para explicarle que el atraso en responderle era imperdonable, “pero es que estuve muy enfermo este verano, con una hemorragia gástrica, operación de estómago, diversas calamidades que me han dejado más bien planchado”.

Incluso, le cuenta que ha tenido que cancelar su viaje a Cuba y Nicaragua, ya que su médico no le permitía salir de Paris hasta nueva orden. “Ando bien en general, leo, y oigo mis discos, peros siento que algo se quedó en el camino, y que los 67 años que tengo sin creerlos del todo, empiezan a mostrarse de verás”.

Cortázar le cuenta lo mismo a Ana María Barrenechea en una carta del 26 de diciembre de ese 1981: “Estoy bien, aunque estuve a punto de espichar en agosto, por culpa de una tremenda hemorragia gástrica (se descubrió que un médico me había dado demasiadas aspirinas para curarme una angina). Carol me encontró desmayado, y me salvó la vida con serenidad”.

Las interminables pruebas y análisis clínicos dan cuenta, finalmente, que Cortázar padece de leucemia mieloide crónica. Varias versiones sostienen que este diagnóstico solamente lo supo Carol Dunlop y los médicos, y que ella decidió ocultárselo a Cortázar con la esperanza de que, quizá, al no saberlo le ayudara en su estado de ánimo, al grado que por un buen tiempo Julio seguiría creyendo y contando a sus cercanos que el daño gástrico lo había provocado el abuso de las aspirinas.

El verano de 1981 parecía no terminar. Carol no solamente le ocultó el cáncer que le devoraba las entrañas a Cortázar; sino que ella había comenzado a compartir síntomas y dolencias. Carol también había mostrado cuadros hemorrágicos, que los médicos relacionaban con un tipo de cáncer: “Tampoco podía decirle la verdad a Julio, estaba todavía muy golpeado por su experiencia del verano”.

Las dolencias sólo les darían breves treguas.

La amada Nicaragua y la muerte de Carol

En medio de esas batallas interminables con su salud, Cortázar y Carol Dunlop se casan el 4 de diciembre y, en otra de esas treguas, hacen un último viaje juntos a Nicaragua en julio de 1982.

Ahí coincidieron con Salman Rusdhie, Gunter Grass, Harold Pinter y Gabriel García Márquez, quien lo describió así: “Vi a un Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: La noche de Mantequilla. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo”.

El viaje, que pretendía ser de dos meses, se debió interrumpir. Miguel Dalmau cuenta en su biografía sobre Cortázar que a los pocos días de la llegada de la pareja a Nicaragua, Tomás Borge, entonces ministro del Interior del gobierno sandinista, recibió una llamada de Carol Dunlop.

Se encontraron sin que Julio supiera. Según las palabras de Borge, Carol tenía fuertes dolores en los huesos; “con manos llenas de misterio y de ojos dulces me comunicó el secreto de que le quedaban pocos meses de vida. Lo que más me conmovió cuando aquel secreto fue desvelado por el drama, fueron sus palabras: ‘quisiera que Julio muriera primero que yo para evitarle el dolor de mi muerte’”.

Regresaron a París de emergencia. Cortázar decía que el malestar de Carol lo había causado de la picadura del mosquito transmisor del dengue. Ahora, le tocó a él padecer el proceso de hospitalización de Dunlop, los estudios clínicos, la transfusiones de sangre, los tratamientos de cortisona para estimular la médula.

El 11 de octubre, Cortázar le escribe a Saúl Sosnowski. Sus primeras letras describen todo: “Gracias por tu carta. Malos tiempos, por cierto”. Intenta decir que la salud de Carol era buena, pero reconoce que la médula se había bloqueado sin que los médicos supieran la causa. Le habla de las transfusiones para generar plaquetas y glóbulos blancos. Que ya había pasado un mes y medio hospitalizada.

“Yo vivo como entre paréntesis, privado de toda noción de futuro donde sin embargo sigue viva la esperanza, pues estoy seguro de que Carol saldrá de este infierno. Perdóname el laconismo, no estoy para escribir largo”.

Después de semanas, los médicos identifican la causa principal del malestar de Carol: aplasia medular. El cáncer fue feroz y fulminante. Ya no hubo manera de contener la muerte. El 2 de noviembre muere Carol Dunlop, su ositala mujer que había conocido en Canadá, la que sería su amor final.

10 de noviembre de 1982. Cortázar le escribe a su madre Herminia y su hermana Ofelia:  “Tal vez lo sepan ya por Aurora, que me dijo que iba a escribirles. Carol se me fue como un hilo de agua entre los dedos el martes 2. Se fue dulcemente, como era ella y yo estuve a su lado hasta el fin, los dos solos, en esa sala de hospital donde pasó dos meses, donde todo resultó inútil… En las últimas horas conseguí que ya nadie entrara a molestarla y me quedé a su lado cuidándola, hasta que el último calmante que le habían dado le fue adormeciendo poco a poco. No supo nada. No sufrió. La enterré el viernes en el cementerio de Montparnasse, un barrio que ella amaba mucho. No puedo escribir mucho, me es difícil y ustedes lo comprenderán”.

El 30 de noviembre le contó a Gregory Rabasa. “No lo comprendo todavía, estoy en un pozo ciego del que no consigo salir, pero Carol los quería tanto a Clem y a vos y necesito decírtelo y abrazarlos muy fuerte”.

Un día después, 1 de diciembre, compartió su ánimo con Aurora Bernárdez: “Inútil decirte que tengo la intención de vivir todo lo que pueda. Pero se vive mejor cuando se tienen las cosas y las camisas bien arregladas”.

A Julio Silva le escribió el 27 de diciembre: “Después de pensarlo bien, encontré que ‘épouse Cortázar’ era horrible, y lo suprimí (cambié todas las etiquetas). Pienso que Carol valía por sí misma, por lo que era ella. Y además, Cortázar llegara en su día a agregar su nombre al lado del suyo”.  

En enero de 1983 Cortázar regresó a Nicaragua y a escribir cartas más extensas. En la del 21 de enero a Julio Silva, le pedía que en caso de que muriera en la cobertura que haría por la frontera con Honduras (un tipo de cobertura periodística de guerra para la agencia EFE), le cumpliera su deseo de estar junto a Carol. “No te hablo de la lápida, porque sé muy bien que no necesito hacerlo estando en tus manos y las de Luis”.

De vuelta ya en París, el 13 de abril de ese mismo año le cuenta a Ana María Barrenechea. “Sé –aunque sea absurdo decirlo– que tus cartas le habrían llenado de emoción, por mí y por vos y por ella. Está tan cerca de mí, que escribo esto sin pensar que me he vuelto loco. Lo que estoy es hueco (y es peor, tanto peor)”.

Esa sensación de vacío lo acompañaría más tiempo. El 10 de mayo de 1983 le escribe al poeta Saúl Yurievich para decirle que no se siente en condiciones de aceptar un tipo de homenaje que le quieren hacer sus amigos, sus fieles seguidores, y entre las varias razones le confiesa: “Sé que estoy un poco neurótico, que cada día que pasa me siento un poco peor que la víspera, aunque sea capaz de ocultarlo y seguir adelante. Sé que tengo que salir adelante, Saúl, pero no me pidas que pase por un encuentro que no me siento capaz de afrontar en estos momentos”.

Se refiere al estado depresivo causado por la muerte de Carol: “La muerte me ha golpeado en lo que más amaba, y no he sido capaz de levantarme y devolverle el golpe con el mero acto de volver a vivir. Hay momentos en que lo único que tiene realidad para mí es la tumba de Carol, donde voy a ver pasar las nubes y el tiempo, sin ánimos para nada más”.

Un cáncer que no lo era

Apenas estuvo un corto tiempo en París. En la segunda semana de julio de 1983, Cortázar aterrizó de nuevo en Managua. Apenas unos días. De nuevo, tuvo que salir de emergencia por razones médicas.

De acuerdo con una carta dirigida a su madre, estaba de regreso en París el 20 de julio. En esa y otra carta del 11 de octubre, Julio vuelve a escribir extensamente. Habla de muchos temas, que si Nicaragua, que si Estados Unidos y sus intentos por derrocar a los sandinistas; que si la política en Argentina, que si se acerca el invierno, pero nada sobre su salud y muy poco sobre Carol: “Dentro de tres semanas será el aniversario de la muerte de Carol, pero para mí sigue siendo como si fuera el primer día”.

En esos días, publica Los autonautas de la cosmopista, esa aventura-experimento literario entre Carol y él, que consistió en vivir y viajar en una combi durante dos meses y realizar un viaje París-Marsella, deteniéndose en dos estacionamientos cada día. El reto, no salir jamás de la autopista. Apenas hospedarse en moteles, proveerse en las estaciones de servicio, hacer compras internas, pero nada que estuviera fuera de los límites del circuito establecido.

Y precisamente en esa misma fecha, el 11 de octubre de 1983, escribió el breve y lacónico mensaje a Gabriel García Márquez. Tanto a éste como a su madre, les habla de sus planes de viajar a países tropicales para evadir el invierno europeo. “Me salvaré de diciembre y enero, pues estaré en países tropicales”, le dice a su madre. “En diciembre espero estar bien para ir a Cuba, Puerto Rico y Guatemala”, le escribe al colombiano.

Un día después, en la carta que envía a la poeta salvadoreña Claribel Alegría,  las malas noticias y el recuerdo de Carol regresan a sus letras. “No me extraña que hayas soñado mucho conmigo, porque ando bastante enfermo y en mis horas de insomnio charlo con los amigos, y Bud y vos están siempre en primer plano. Todo esto te habrá llegado telepáticamente, cosa que no me sorprende nada. Con respecto a la salud, el lunes entro a un hospital para que me hagan una serie de exámenes. En fin, una mala racha que espero pasará pronto”. Y también aparece el recuerdo de Carol: “No olvidaré, el 2 de diciembre, lo que me pedís. Tus flores amarillas, estarán ahí, junto con las mías”.

En noviembre, nuevos resultados de los periódicos exámenes clínicos van descartando la leucemia como causa central de sus malestares, que siguen en un ascenso incontrolable. La causa, resume el mismo Cortázar: “Una enfermedad misteriosa y estúpida me persigue desde hace cinco meses, cobrándome un kilo de peso por mes”.

No era cáncer entonces lo que se manifestaba en diarreas, infecciones espontáneas, manchas, eczemas, comezón en la piel, aumento al tope de glóbulos blancos.

Eran los años 80 y en el mundo irrumpía una de las enfermedades que abrieron la puerta a los miedos morales de la sociedad. Enunciar su nombre era sinónimo de condena, de inquisiciones colectivas contra quienes, por la razón que fuera, habrían contraído ese innombrable padecimiento: VIH-Sida.

La despedida final de Argentina

Con esas noticias, Cortázar viaja a principios de diciembre de 1983 a Argentina. Son los días en que Raúl Alfonsín asume el poder, el primer relevo civil luego de la dictadura militar. Se había abierto la posibilidad de que Julio estuviera en la toma de posesión de Alfonsín, pero la invitación oficial nunca llegó. Volvía, luego de 10 años, solamente a despedirse. De la familia y de los amigos y de ciertos lugares de su Argentina.

A su amigo, el editor y escritor Mario Muchnik, le escribe dos amplias cartas en esas fechas. La primera, del 12 de diciembre, está aderezada con anécdotas de sus visitas a Argentina y cómo la gente, sobre todos los jóvenes, lo identificaban por donde quiera que caminaba, como una muestra de que los intentos de la dictadura militar por borrar su imagen, no habían logrado su objetivo.

En la segunda carta, del 25 de diciembre, se refiere una vez más a su salud, a eso que, dice, lo obliga a siestas estúpidas que le quitan tiempos preciosos, “me obliga a esta involuntaria brevedad”. Hace un recuento sobre su salud: nuevos exámenes, la visita a un inmunólogo en el hospital Necker y que los resultados los tendría en enero. “Pero trabajo, aunque ando siempre medio dormido, y eso me hace sentir mejor y me da ánimos”.

Enero de 1984, los dilatados días de hospital

Una de las imágenes más hondas es la que cuenta Omar Prego: “Estaba muy flaco, con los huesos de los hombros marcándole el pulóver, como si quisieran salirse de la piel”.

Con Priego, Cortázar había echado a andar un proyecto muy cortazariano: una serie de entrevistas donde no hubiera límites ni fronteras en los temas. Eso quedó en el libro La Fascinación de las palabras.

Hacia mediados de enero de 1984, Aurora Bernárdez, su exesposa y quien le ha acompañado durante meses, interna a Cortázar en el hospital Saint Lazare, a unas calles de Rue Martel, donde tenía su casa. Hasta ahí llega también Omar Prego: “Julio estaba solo, sentado en un sillón, la mirada perdida en una ventana que daba a un patio interior casi en tinieblas, como si escuchara el rumor de la lluvia”.

–Cuando salga de acá –le dice Julio a Omar Prego– tenemos que dar un paseo. Lo que quiero es ver árboles.

En los primeras días de febrero, mientras lo asalta un ejército de malestares, en complicidad con Aurora Bernárdez, Saúl y Gladys Yurkievich, Cortázar lleva a cabo una última incursión por las calles de París.

Se mueven en auto porque Julio ya no puede dar un paso, menos subir los escalones de la Biblioteca del Arsenal, uno de sus lugares preferidos, a donde quería estar entre libros y despedirse de los recuerdos que estaban siendo demolidos por la máquina del dolor.

Tampoco pudo regresar ni entrar a casa. Nuevamente fue ingresado al Saint Lazare. A ratos, reunía fuerzas para seguir creando. En el hospital terminó de traducir algunos cuentos pendientes de Carol y revisó el conjunto de poemas que había hecho para la colección de serigrafías de Luis Tomasello: Negro el 10.

Lo que quedaba del inmenso y gigante Cortázar ya no resistió. La mañana del 12 de febrero moría en el hospital. Para no ser velado ahí, con la ayuda de los médicos, el cuerpo fue “trasladado con vida” a su casa en Rue Martel, a unos metros. Hasta llegaron los amigos para darle la despedida final, para cerrar ese largo adiós.

Una tumba con flores amarillas

La fría y gris mañana del 14 de febrero Cortázar fue sepultado en la misma tumba que Carol Dunlop, como había sido su deseo. Un largo y hondo silencio dominaba el avance del féretro.

Mario Goloboff describe así ese momento: “La mañana era especialmente fría, húmeda, silenciosa. Depositaron el cajón en la tumba de Carol. No hubo discursos, ni un solo rito particular. Salvo el de la flor, que cada uno de los asistentes fuimos depositando encima. Llamaba la atención la presencia de mucha gente joven, y ese silencio que no se puede contener”.

Andrés Amorós, editor y amigo de Julio, hizo una foto de esa mañana en el cementerio de Montparnasse. En primer plano, una mujer mira a un hombre encajar la pala sobre la tierra que espera el ataúd con el cuerpo de Cortázar. Al fondo, unos desnudos arbustos completan el gris escenario, con las siluetas de unas cuantas personas que se pierden entre cruces, susurros y flores.

Seguramente eran amarillas.


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