Ha muerto Augusto Pinochet, el responsable de más de tres mil desapariciones durante la dictadura militar que encabezó de septiembre de 1973 a 1990. Ha muerto Pinochet, el tirano, el que mandó torturar y asesinar a cuanta persona le vino en gana. Ha muerto Pinochet y los diarios, la radio y la televisión no escatimaron espacios: “Murió el dictador”. Semejantes serán las portadas cuando muera Luis Echeverría Álvarez, semejantes a sus actos y su silencio cuando más hicieron falta para intentar detener el hambre de esos “dioses” que terminaron comiéndose a sus hijos.

La tesis del periodista argentino Miguel Bonasso sobre cómo se mantuvieron las dictaduras en América Latina es casi impecable. Dice que para que éstas alcanzaran los niveles de barbarie que obtuvieron, fueron necesarios al menos dos elementos: un aparato de justicia que funcionara en consonancia con los designios del poder y, dos, medios de comunicación que les cubrieran las espaldas y construyeran, desde sus páginas y sus imágenes, la historia del futuro.

Ahora que la muerte está alcanzando a los dictadores militares (Augusto Pinochet) y a gobernantes acusados de genocidio (Luis Echeverría Álvarez) vale la pena mirar hacia los medios que hoy, como si fueran ajenos a ese pasado, condenan lo que no dijeron cuando más hacía falta.

Cuántos de esos directivos de medios de comunicación y periodistas de Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay y México se callaron cuando más hacían falta su trabajo, sus palabras, sus imágenes. ¿Se habrían ahorrado muertes y torturas, desapariciones? Eso nadie lo sabrá. Pero no lo hicieron y los casos de excepción no fueron suficientes.

Pero lo que hicieron o dejaron de hacer tampoco puede quedar sin revisarse, no al menos ante la historia. Es una lección para el futuro, para evitar las peores formas de los gobiernos a la hora de castigar y premiar. Castigo a los medios críticos, incómodos; premio a los afines, los complacientes.

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Estuve en Chile en el invierno de 2004 invitado por la Fundación Para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Con el escritor argentino Tomás Eloy Martínez y un grupo de periodistas visitamos El Mercurio, el periódico más tradicional de Chile.

Recorrimos las instalaciones. Nos contaron su historia de éxito a partir de sus productos. Un monstruo del periodismo. Un día antes, en la recámara del hotel, nos esperaba el ejemplar de una edición especial y de lujo de las mejores portadas de El Mercurio. Repasé el libro en busca, claro, de la portada del 12 de septiembre de 1973. No estaba.

Los directivos de El Mercurio organizaron una comida donde se habló de todo menos del 11 de septiembre de 1973. Era comprensible. Ya en la salida, la pregunta inevitable y sin preámbulos al director del diario:

– ¿Y la portada del 12 de septiembre?

Me miró con la amabilidad de quien sabe que esa pregunta no podría faltar en el menú del encuentro.

–No hubo portada, no hubo diarios al día siguiente. El único fue uno de nuestros periódicos de provincia, pero no porque el golpe fuera la noticia, que lo era, sino porque era su aniversario y eso ni un golpe de Estado impediría festejarlo con su publicación. Ese festejo casi nos cuesta el futuro.

Esas fueron sus palabras.

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Pero si no ese día, dónde estuvieron los medios de comunicación los días y los años que siguieron al golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973.

Dónde, cuando días después del golpe militar, en el estadio de futbol de Chile eran torturados y asesinados cientos de “subversivos” por el delito de pensar distinto, aspirar a otro tipo de país, de sociedad…

Dónde estaban cuando en Chile se consolidó la Operación Cóndor, esa coordinación entre militares y agentes para desaparecer o asesinar a “subversivos” en cualquiera de los países aliados: Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y todo bajo el patrocinio de la CIA y del gobierno de Estados Unidos.

Dónde estaban los medios cuando a los hijos les arrancaron a sus padres y cuando a los padres les desparecieron a sus hijos. Recuerdo la secuencia de una película donde el padre llora a su hijo que ha muerto en la batalla. Al pie de la tumba entierra también esta frase: “Un padre nunca debería enterrar a sus hijos”.

Con cierta regularidad, alguien pregunta sobre los últimos días de estos seres llamados Augusto Pinochet o Luis Echeverría. Es más o menos así. ¿Será que estos hombres, en el crepúsculo de su existencia, tendrán alguna noche en vigilia mirando pasar los cuerpos de los torturados y en algún instante, en cualquier instante, sentirán un dejo de arrepentimiento y en silencio pedirán perdón? ¿Se habrán quebrado, habrán llorado?

No lo creo. Se parecen a aquél criminal nazi que al final de cada día le cuenta a su nieto historias de amor y le da lecciones de derechos humanos.

En Decíamos ayer (la prensa argentina bajo el proceso), Eduardo Blaustein y Martín Zubieta recuperan una joya del periodismo de esos años de dictadura militar, el remate de una nota de la revista Gente (30/9/76), que empieza así:

“Hoy he visto llorar al Presidente:

“Ya es de noche. El helicóptero que habrá de llevarlo de regreso a Tucumán está en marcha. Me acerco al general Videla y le digo: ‘general, voy a empezar esta nota diciendo hoy he visto llorar al Presidente… ¿Está de acuerdo?”

Por eso no creo que lo último que haya hecho Pinochet antes de su muerte haya sido arrepentirse, llorar, pedir perdón por al menos una de las 3,197 víctimas, por al menos a uno de los 1,192 detenidos-desaparecidos ni por alguno de los 300 mil exiliados.

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Sí hay diferencias entre Pinochet y Luis Echeverría. Claro que las hay. Mientras a Pinochet le gustó jugar abierta y explícitamente del lado de los victimarios, Echeverría hacía lo mismo, pero encubierto desde el lado de las víctimas.

Mientras Pinochet preparaba, coordinado por Estados Unidos, la caída de Salvador Allende, Echeverría invitaba a Allende a México, le abría la puerta de las universidades para proclamar la libertad de los pueblos de América Latina. Eso sí, tal proclama no tenía que alcanzar a México, pequeño detalle.

Mientras Pinochet y los dictadores militares de Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay se mostraban como tal, dictadores y ya, Echeverría se mostraba ante el mundo como el faro, la guía que iluminaba al exilio sudamericano hacia México.

Mientras Pinochet era un enfermo explícito por el poder, Echeverría se escondía en los varios rostros de la esquizofrenia. De qué otra manera se puede explicar que mientras salvaba de las garras de la Operación Cóndor a los rebeldes de Chile o de la dictadura Argentina, ordenaba la masacre de comunidades completas en el estado de Guerrero, aprobaba la tortura y desaparición de “subversivos” en Guadalajara, Monterrey, Chiapas y el Distrito Federal.

Sólo desde la esquizofrenia se puede entender que para Echeverría los “subversivos” sudamericanos eran héroes, mientras los estudiantes del verano de 1968 que terminó con la matanza del 2 de octubre eran revoltosos; o los del 10 de junio de 1971, unos desorientados; o los guerrilleros de la Liga Comunista 23 de Septiembre, de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas, simples ladrones de tercera y gavilleros. Todos, perfectos candidatos a la aplicación de la ley, del estado de derecho en nombre del orden y del Estado.

Echeverría mira de cerca la muerte y muy lejos la justicia. En marzo de este 2005 sufrió un infarto cerebral. Luego de que el juez Ricardo Paredes le dictara auto de formal prisión por genocidio en el caso de la matanza de Tlatelolco, cuando Echeverría era secretario de Gobernación, cayó en un cuadro grave de salud. Eso lo ha salvado de que se le apliquen estudios clínicos criminológicos, que comience el proceso de un preso común.

A la muerte de Augusto Pinochet, el escritor Carlos Fuentes dijo que ésta era “un mal día para el diablo”. ¿Qué dirá cuando muera Echeverría, el amigo del escritor? ¿Se acordará de aquella frase de “Echeverría o el fascismo”? ¿Qué dirán los intelectuales que también archivaron la historia de sus relaciones con el poder?

No creo que lo último que Echeverría esté haciendo en estos días sea arrepentirse, llorar, pedir perdón por al menos una de las 500 víctimas que señala la Comisión Nacional de los Derechos Humanos o los más de 700, según las cifras del Informe Histórico que hicieron una veintena de investigadores.

No lo creo.

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Una de las noches de mi estancia en Chile salía caminar por las calles frías de Santiago, a respirar. Me acordé de Pablo Milanés y el “yo pisaré las calles nuevamente”.

Chile y la muerte de Pinochet me han recordado a Galo Gómez, el periodista que miré perderse tantas veces en los horizontes otoñales de Polanco, los días dorados de Milenio

Semanal. Cuando le veía andar con sus pantalones de pana y sus sacos de lino negro y esos bucles de niño, siempre pensaba que era un hombre muy solo.

Las calles de Chile me recordaron al Galo que había salido huyendo de la dictadura de Pinochet, que se quedó en México, que estrelló su humanidad en las calles de Obrero Mundial y Monterrey, en la colonia Narvarte (“Nunca me abandones en diciembre”, escribió en uno de sus últimos textos); que todavía le tocaría ver el arresto de Pinochet, pero ya no su liberación, que ya no supo que este 11 de diciembre había muerto el dictador. Me pregunto cómo habría reaccionado.

Caminé por las calles de Santiago hacia La Moneda, donde despachaba Allende y donde murió abatido por las balas de los militares y las suyas, y no sé por qué la única imagen que me quedó fue cómo de esas películas noir, una cargada de sombras, de cuerpos encerrados en sus abrigos negros y los carabineros vigilando las calles, los cuerpos como fantasmas.

Me preguntaba qué tenían en la sangre los tiranos para vivir tanto. No había respuesta. Pero al menos este 11 de diciembre de 2006 ha muerto un dictador y, como dice Mario Benedetti, es un día para festejar, para salir a las calles…

Algo que parecía tan lejano aquella noche que caminé por las calles frías de Santiago.Muere Augusto Pinochet

Publicado en el No. 46 de Emeequis (18 de diciembre de 2006)

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