Texto escrito por Mario Martell Contreras durante la presentación del libro La Conspiración del 68
El 68 es como un gran hoyo negro de la historia del país. Todo lo absorbe. Parece aún una fuerza poderosísima en la construcción o (re) construcción del imaginario político de una supuesta modernidad democratizadora. El funcionamiento del Estado mexicano durante la rebelión estudiantil del 68 demuestra la capacidad productiva del Estado para generar poderosas narrativas anti-libertarias. Es decir, el Estado del Nacionalismo Revolucionario pulsó su eficiencia discursiva frente a la politización creciente de las Clases Medias y los Sectores Universitarios inconformes con la insuficiencia democrática del país. La rebelión estudiantil del 68 se alimentó de las protestas estudiantiles del Mayo parisino y sus consignas para soñar lo imposible recorrieron el imaginario político, contenido por la tradición represiva del Estado mexicano frente a las demandas sociales. Además, la insurgencia de los estudiantes universitarios retomó la estafeta de los trabajadores ferrocarrileros (1958-1959), quienes lucharon por la democratización de su liderazgo sindical en contra de los “líderes charros” y demandaron mejoras salariales con su derecho de huelga, sin embargo, el Estado respondió utilizando al ejército para encarcelar a los principales líderes disidentes del movimiento ferrocarrilero. Ante estos síntomas de la vigencia del Estado, uno se pregunta por el funcionamiento de ese dispositivo socio-histórico de dominación, en momentos en que su presencia se diluye y en momentos en los que nos parece remoto imaginar esa presencia ubicua y monolítica del poder.
¿Y qué otra cosa es el Estado sino un Gran Significante, un Devorador y Regurgitador de Discursos, un Gran Operador de la Trama Simbólica del Inconsciente que ordena nuestros deseos?
A diferencia del glorioso 2019, investido de binarismos simplificadores y de máquinas de bots, las narrativas anti-libertarias y contrainsurgentes de los sesentas y los setentas se producían desde los aparatos del Estado Mexicano (léase por supuesto, el acento Gramsciano en la Hegemonía) y en ese sentido La Conspiración del 68. Los intelectuales y el poder: así se fraguó la matanza, libro del periodista, Jacinto Rodríguez Munguía, exhibe y documenta las estrategias del Estado para conservar su hegemonía, a pesar de la revuelta estudiantil de 1968. Luego de la respuesta represiva del 2 de octubre del 68 en contra de los estudiantes universitarios y de sus anhelos democratizadores, Rodríguez Munguía relata los cómo y los porqués de la resignificación del Estado.
La “literatura de Tlatelolco” es abundante. Una de las primeras narrativas sobre el movimiento del 68 fue la novela Los días y los años (1971), del representante de la facultad de filosofía de la UNAM ante el Consejo Nacional de Huelga, Luis González de Alba. La experiencia directa del dirigente estudiantil se transmite en la novela y ofrece una perspectiva de primera mano del desarrollo del conflicto entre los estudiantes y el gobierno, escrita desde la cárcel de Lecumberri, donde convivió con los presos políticos del 68, su novela presenta de manera autocrítica los aciertos y fallas del movimiento y de la dirigencia del movimiento previo a la masacre del 2 de octubre de 1968. La novela guarda un difícil equilibrio entre las valoraciones políticas durante la toma de decisiones, las aportaciones democráticas del movimiento, especialmente, la democracia directa del asambleísmo y el dinamismo de las múltiples y dispersas brigadas informativas, frente a la desconfianza de los estudiantes para entablar algún tipo de diálogo con las autoridades gubernamentales. La novela de González de Alba da una visión estremecedora de una narrativa donde los jóvenes aprenden a ser sujetos históricos y la experiencia de lucha de los protagonistas contrasta con el mundo idílico y romantizado de los jóvenes protagonistas de la novela de la Onda.
A finales del siglo pasado, en este revisionismo, el escritor Jorge Volpi publicó La Imaginación y el Poder: una historia intelectual de 1968 (1998). El libro de Volpi recupera una lectura minuciosa del suplemento La Cultura en México de Fernando Benítez para hacer un recuento cronológico de lo publicado en dicho suplemento para bosquejar un mapa de las reacciones del sector letrado frente a la súbita irrupción del movimiento estudiantil mexicano. Volpi aprovecha la lectura del suplemento para presentar su propia versión del sector letrado y de las polémicas culturales de ese año. El texto permite comprender las posiciones al interior del campo intelectual mexicano, y aunque el escritor advierte al final del libro sobre los riesgos de continuar con los relatos mitificadores del 68, me da la impresión que el recuento de Volpi produce, a pesar de su esfuerzo crítito, un retrato de familia legitimador de los intelectuales del 68. Sin duda, el valor del texto consiste en la resacralización de nombres conocidos: Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Octavio Paz y Carlos Fuentes, e investirlos del poder mítico de la Sociedad Civil.
Por eso quiero situar las aportaciones del libro La Conspiración del 68 de Rodríguez Munguía a lo que llamaré simplificadamente la irrupción del 68 y en especial a lo que yo denominaría brevemente como una renovación de los estudios sobre el campo cultural mexicano, historia intelectual que lejos de la hagiografía problematiza al sector letrado.
No sé si Rodríguez Munguía esté de acuerdo con esto y me da la impresión que su búsqueda por la verdad dirige su investigación. Sin embargo, creo que lo valioso del texto es este reblandecimiento, a partir de documentos y entrevistas, de la intelectualidad mexicana, y sus relaciones problemáticas con el Estado.
Creo que hay dos precisiones que debo hacer: en primer lugar, existe un rigor metodológico en la investigación de Rodríguez que le proporciona una solidez al texto, pero insisto en que la preocupación por la “verdad sobre el 68”, aun cuando puede ser una buena motivación, aleja por momentos al texto de la dinámica inscrita en la propia investigación. Estimo que el trabajo documental más la interpretación, es razón suficiente para el libro, por lo que la búsqueda de la verdad del propio texto, como señalan las auto referencias del mismo, corre el riesgo de oscurecer la historia, es decir, la narrativa crítica que se avista a partir de los documentos expuestos por el autor.
La otra premisa de Rodríguez Munguía, presente en varios de sus textos, es la condición que yo denominaría esencial de la prensa mexicana o de la estructura mediática nacional, que puede enunciarse así: los medios son instrumentos de propaganda, y los periodistas son tecleadores de textos. Este universo textual es el metatexto nacional que alimenta al Estado. Por supuesto, que esta premisa no es del agrado de los periodistas o de la utopía periodística del periodismo como un contrapoder, pero esta premisa merodea fantasmalmente la argumentación de La Conspiración del 68.
En uno de sus libros anteriores La otra Guerra Secreta: los archivos prohibidos de la Guerra y el Poder, Jacinto Rodríguez Munguía exploró la construcción de la verdad oficial y los mecanismos de información durante los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y José López Portillo. Rodríguez apuntala la tesis de que los medios de comunicación y periodistas sirvieron a la conservación del poder del Estado.
II
Después de la masacre del 68 no aconteció ninguna Revolución, no hubo una respuesta violenta de las masas populares en contra del Estado y las instituciones del Estado mexicano, y tampoco la población irrumpió como en el invierno de 1918 en contra de poder instituido.
Por el contrario, el gobierno mexicano conservó cierta estabilidad o una estabilidad política. ¿Cómo logró el Estado la preservación de este Estado de Cosas? Una de las respuestas del libro, es la utilidad del sector letrado en la conservación del orden social, por lo que cabe preguntarse ¿quiénes fueron esos productores de Significantes del Orden?
Al servicio de las narrativas del Estado mexicano, el libro describe al filósofo, Emilio Uranga, como el creador de una narrativa antiestudiantil racionalizada y articulada. Uranga fue discípulo del filósofo español exiliado, José Gaos, quien prácticamente fundó la filosofía en México durante el siglo pasado. El transterrado Gaos desafía a sus alumnos a pensar la realidad concreta del país, esta aventura intelectual concentra los esfuerzos de un grupo de filósofos conocido como Hiperión. Este afán de reflexión es la tarea de una filosofía dispuesta a concebir una antropología de lo mexicano para responder la vieja pregunta identitaria que asedió al nacionalismo cultural. Emilio Uranga dialoga críticamente con su maestro Gaos, introductor del pensamiento de Martin Heidegger, y traductor al español del volumen sobre las tesis ontológicas del filósofo de la Selva Negra, Ser y Tiempo.
Pero Gaos en sus confesiones, señala Rodríguez Munguía, ubica la tentación del poder a la que se enfrentan sus alumnos, un distractor que no apetecía Gaos, y un camino espinoso del cual el filósofo debe apartarse porque por sí misma la filosofía se ubica ; es decir, la razón filosófica se transforma en una razón instrumental.
La filosofía no es ajena al poder, y en el caso de México, figuras como José Vasconcelos, han estado supeditadas a la legitimación de las estructuras institucionales. En este paisaje legible, salta a la vista, un personaje opuesto a un Vasconcelos anhelante de un mestizaje cósmico o al Uranga, descrito en el libro de Rodríguez Munguía, la figura de José Revueltas, quien buscó ser un intelectual orgánico de la Clase Trabajadora, y quien frente a lo Gris de la Teoría le apostó a ser un comunista consciente y crítico, ajeno a los dogmas.
El talento intelectual de Uranga, desarrolla Rodríguez Munguía en su libro, colapsa hasta volverse el constructor de discursos legitimadores del Estado mexicano durante el gobierno de Díaz Ordaz y Echeverría Álvarez. Pero quizás, más bien, la deriva de Uranga es la conclusión racional del poder de una Razón Dominante, el filósofo desde su condición de racionalidad, aspira al poder y el Estado es la expresión de esa racionalidad, por lo que el filósofo, Uranga en turno, es la Voz del Príncipe.
Además, del uso de periódicos populares como la Prensa, excluido de otras investigaciones, es un material al que continuamente voltea Rodríguez. En su búsqueda hemerográfica, el autor encuentra párrafos como el siguiente del domingo 25 de Agosto: “Y es que nuestros comunistas autóctonos, obedientes a consignas extranjeras o por lo menos malinchistas, son marxistas de café y hasta de cátedra, pero tienen un espíritu pequeñoburgués que se les conoce a leguas. Basta ver sus casas, sus automóviles, sus formas de divertirse, su esnobismo” (83)
Rodríguez documenta cómo Uranga, desde la opacidad, a través de la columna Granero Político, reconstruye estos discursos que permearon entre gran parte de los sectores populares de la época. De acuerdo a Rodríguez, la creación de este imaginario anti68 surge de la mente de Uranga por medio del periódico La Prensa, en una época cuando la influencia de la palabra escrita e impresa constituía una pieza fundamental de la propaganda del Estado mexicano. ¿Cuál ha sido el papel de los filósofos en la construcción del Estado mexicano?, ¿una labor crítica y de desalienación?, ¿La de los constructores de instituciones políticas y de un imaginario social para fortalecer al Estado?, ¿A qué tipo de Estado son funcionales los filósofos mexicanos? Estas son las preguntas que queda en el aire, y que una posterior investigación sobre el campo intelectual mexicano podría problematizar.
El libro de Jacinto de Rodríguez Munguía polemiza también críticamente con la figura del poeta mexicano, Octavio Paz, luego de la masacre de 1968. El libro alude a la condición privilegiada de los intelectuales mexicanos, quienes reclutados por el Servicio Exterior Mexicano, intentaron responder críticamente al descrédito gubernamental producido por la masacre. El poeta mexicano Octavio Paz, embajador de México en la India, el 4 de octubre de 1968 renunció a su cargo de embajador. Sin embargo, La Conspiración del 68 sostiene que el poeta utilizó un subterfugio jurídico para conservar su plaza en el Servicio Exterior Mexicano, al mismo tiempo que salvaba su condición de intelectual crítico ante la intelectualidad globalizada.
III
Jacinto Rodríguez Munguía nos propone una lectura del campo intelectual mexicano en la década de los sesentas, a partir de la masacre del 2 de octubre de 1968. La Conspiración del 68 es un libro para los fans de la saga maldita y en desuso: la historia de la represión desde el Estado y el conflicto de sus propios actores desde el poder.
El texto de Rodríguez evita que el discurso del 68, la narrativa de una modernidad democratizadora o las fallidas aspiraciones de una revuelta globalizada de los jóvenes, se diluya en las consignas y en el panfleto ideológico. Aunque la rabia es también una forma de antipoder su anhelo por un nuevo orden solamente podrá ser racionalizado cuando es comprendido.
Rodríguez Munguía escarba en las entrañas del “Leviatán” del nacionalismo revolucionario para mostrar un paisaje novelístico: sujetos que luchan por el poder al interior del Estado y merodean al presidente en turno en su confrontación con las demandas sociales.
Aunque no es muy popular decirlo, el libro muestra también la complejidad de la toma de decisiones desde el Estado, de los sujetos que ejercen el poder, y propone también que estos sujetos del poder responden a estímulos simplificados, casi skinnerianos. Pero a pesar de cierto ethos anarquista que rodea el trabajo periodístico de Rodríguez Munguía, opera a través de él, o más allá de él, un principio científico (o mejor aún epistemológico): toda hipótesis de la historia deber ser corroborada por el contexto y descubrimientos documentales. Su andanza entre archivos y entrevistas es la del historiador-detective, quizás inspirada en el personaje Miguel del Solar de la novela El desfile del amor. Pero a diferencia de los personajes fársicos del Desfile a los que interroga del Solar, Rodríguez Munguía entrevista a políticos solemnes y encorsetados, evasivos al momento de la pregunta incisiva.
Lejos de las simplezas para mostrar al “enemigo” y del riesgo de la retórica izquierdista del martirologio, Rodríguez abandona el periodismo para incursionar en la historia y proponer una hipótesis aventurada pero que sale avante durante el desarrollo de su texto: el conflicto interno de los grupos de poder en el gobierno del presidente poblano, Gustavo Díaz Ordaz, y la agudeza intelectual de sus asesores, especialmente del filósofo Emilio Uranga, derivan en una solución violenta pero al mismo tiempo quirúrgica de la rebelión estudiantil del 68.
Sin duda, un buen lector podrá detectar en la narrativa de La Conspiración del 68 la estructura de una novela con personajes reconstruidos a través de entrevistas y de un minucioso trabajo en fuentes hemerográficas y epistolares. El texto lanza a la deriva algunas hipótesis e intenta comprobarlas con la documentación a la mano y una lectura de los contextos políticos de la época. Al texto también lo cruzan, aunque el autor evite decirlo, una especie de guiño sociológico y ciertas premisas de la teoría literaria: la escritura siempre está al servicio del Estado y la contraescritura busca en el sentido benjanimiano recuperar el sentido de la Historia del olvido al que (nos) condena el silencio.
Nuestros esfuerzos por una modernidad democrática están condenados a diluirse si no se reconstruyen aquellos espacios del contrapoder, que algunos han denominado “Periodismo”, otros “luchas sociales” o “reflexión crítica” pero la modernidad alternativa a la que seguramente por default apunta el texto de Rodríguez Munguía es un constructo colectivo al que nuevas subjetividades, impregnadas del espíritu autogestivo y racional del 68 podrían enunciar.
En estos momentos de cierto optimismo político, por el retorno de los valores del nacionalismo revolucionario al Gobierno, con guiños de un izquierdismo sin lucha de clases, ni conflictos por el capital, bien valdría la pena releer el texto de Jacinto como el recordatorio de que esporádicamente el porvenir oculta mucho del pasado y lo revive de manera multiforme. El deterioro del concepto de la ciudadanía, la reaparición tolerada de la propaganda en la forma de “modernidad tecnocrática, baja tu aplicación”; y la enunciación de una abstracción benévola como el “pueblo bueno” retratan todo aquello que el 68 no nos heredó, o por lo menos, no en su forma más politizada: que toda acción revolucionaria parte de una aspiración democrática a la que el escritor José Revueltas definió como una democracia cognoscitiva.
El libro también demuestra colateralmente otra tesis: el periodismo no es un fin en sí mismo sino una herramienta, un “utilitario”, una suerte de disciplina ancilar y sin autonomía intelectual, que lo mismo puede funcionar como contrapeso a las decisiones del Estado, que funcionar como la propaganda que nutre la estabilidad política de un país. Sin duda, esta afirmación es cuestionable, pero creo que hay que situar los enunciados en la realidad concreta de la historia y si hay otro periodismo del porvenir, seguramente provendrá de otras subjetividades sociales, y no de estas condiciones heredadas de la instrumentalización del periodismo, subjetividades atrapadas en la malla simbólica donde el el orden global de las Fake News reemplaza al Estado, y donde los Uranga del futuro, actúan como los programadores de algoritmos en el gran simulacro de la verdad.