Esta es la última entrevista que concedió Philip Agee, el ex agente de la CIA. Una de las contadísimas, además, pues a muchos periodistas les cerró amablemente la puerta. Pero a principios de 2007 aceptó abrir el archivo de sus recuerdos para hablar de México, de la masacre de 1968, abordada en muy pocas ocasiones por él después de la publicación de su libro Inside The Company: CIA Diary.
Agee abrió su departamento de La Habana, Cuba, para hablar de aquellos años. De la larga conversación, acompañados de cigarros y gatos, se desprendieron muchos temas. Uno de ellos se recuperó en La otra guerra secreta —publicado por editorial Mondadori en noviembre pasado—, sobre el bloqueo y la censura que el gobierno de Luis Echeverría impuso a su obra en los setenta. Esa fue la razón por la que accedió a la entrevista. En esta entrega rescatamos algunos apuntes que quedaron en la libreta y en la memoria. Los tiempos se agotan.
Este texto tiene como fuente los apuntes que siempre quedan en las libretas, la grabación de su voz en las horas que platicamos y los jirones que al paso de los días arrebatamos a la memoria, en este caso de aquel inesperado encuentro con Philip Agee la mañana del 23 de abril de 2007 en La Habana, Cuba.
Los diarios del miércoles 9 de este enero reportaron que Agee había muerto. Qué vuelcos da la vida. Un correo electrónico desató el viaje a La Habana y el encuentro con ese personaje, un hombre que, por donde se vea, se convirtió en referente para la historia latinoamericana, sobre todo la de los años de la guerra sucia en el continente.
Luego del encuentro en su departamento de La Habana se desataron una serie de acontecimientos nada casuales. Quien esto escribe supo y sintió lo que es estar detenido por militares cubanos y agentes civiles. Uno sabe que cada acto tiene sus consecuencias, en este caso, el haber intentado burlar como turista al aparato de inteligencia de la isla para entrevistar a uno de los hombres consentidos del régimen cubano, del mismo Fidel Castro.
Mi salida de Cuba quizá se habría complicado si Philip Agee no hubiera aceptado que él me había invitado. Estoy cierto de que alguna de las tantas llamadas que los agentes hicieron durante la hora en que se me retuvo, alguna debió ser para Philip Agee.
Este miércoles 9 cuando se informó de su muerte, me acordé de ello, de la conversación, de los gatos, de las mujeres cansadas de andar el tiempo que se disolvían con los muebles y el viejo departamento resistiendo la fuerza del viento que arrastraba el olor y la humedad del mar del Caribe.
***
Mi primer encuentro con Philip Agee ocurrió en el Archivo General de la Nación: un expediente de los que habitan en la Galería II y en el que se cuenta a detalle todo el proceso de censura contra un libro –Inside the Company: CIA Diary– y su autor, Philip Agee. Ese hallazgo ocurrió por ahí de 2002, acaso 2003. El dato debe estar anotado en las hojas desordenadas que conforman un caótico índice personal de lo que revisamos en ese acervo.
El expediente cuenta una historia que para esos años, los setenta, era lugar común: la censura de libros incómodos al poder. Cómo se había bloqueado la publicación en su versión en español de Inside the Company: CIA Diary. Esta historia completa ocupa un capítulo de La otra guerra secreta (Los archivos prohibidos de la prensa y el poder).
Este hallazgo fue apenas un primer paso hacia lo que me llevaría a hablar con el ex agente.
Comenzaron entonces los días y los años de perseguir su historia. Años hurgando su paradero, persiguiendo a este hombre para preguntarle por su libro, el que habría incomodado a tantos gobiernos latinoamericanos, incluido el de Luis Echeverría. “Vive en Cuba”, era la única pista.
Días, meses y años de espera. Una tarde de abril caía ese correo con el remitente: “Philip Agee”. Y un mensaje breve, sin matices ni detalles. “Acepto la entrevista. Lo veo en La Habana el próximo domingo. Salgo luego a Alemania y no sé cuándo regrese…”
Un intercambio inmediato de correos electrónicos, un número telefónico de La Habana y la advertencia: “Venga solo. Cuando llegue al hotel me llama”. Y un acuerdo. Nada de difundir detalles de cómo se dio el contacto ni mucho menos del lugar del encuentro.
En la entrevista publicada en el número 087 de emeequis (octubre de 2007) decíamos que de la conversación con Philip Agee sólo se podía decir que fue en La Habana, que cerca se escuchaba estallar el oleaje, y el humor del mar llegaba como un perfume de mujer que no se quita nunca de la piel. De esa conversión, se explicaba, se podía decir que ocurrió en el piso de un viejo edificio, acompañados de dos gatos blancos, intensamente blancos, y decenas de fotos e imágenes que se van cosechando de viaje en viaje, de estación en estación.
Hoy vale la pena contar otros detalles que hace unos meses se guardaron.
La llegada a La Habana ocurrió al medio día de un domingo. Me dirigí al Hotel Riviera, uno de esos hoteles de lujo donde se respira en cada uno de sus fragmentos los años cincuenta del siglo XX.
La recomendación de Agee había sido precisa: “Cuando llegue al hotel me llama”. Nada aseguraba que el hombre que había escrito el email fuera Agee. Nada. Ya en el hotel, dejé pasar no sé cuánto tiempo antes de levantar uno de esos teléfonos que ya no se encuentran más que en tiendas de reliquias.
Entre mi arribo al Riviera y la llamada reconocí que todo este viaje podría no ser más que una absurda aventura guiado más por instinto que por certezas. No había ni una sola a la qué asirse. No sé cuánto tiempo pasó, ni cuántos cigarrillos consumí mirando el mar, haciendo anotaciones en una libreta. Ahí nacieron varios borradores de historias que aguardan su continuidad.
Y entonces, la llamada.
(…) El teléfono suena, uno, dos, tres… Colgar.
(…) El teléfono suena, uno, dos, tres… Colgar.
(…) El teléfono suena, uno, dos, tres…
– ¿Quién habla?
–Señor Agee, ya estamos hospedados…
– ¿Cómo que “estamos”? Le pedí que viniera solo, si no fue así no pienso recibirle.
–No, perdón, claro que he venido solo, es un problema de pluralizar las cosas…
– ¿Seguro que vino solo?
–Seguro.
–Anote: Once de la mañana en la calle de… Está usted muy cerca.
Fue todo. El teléfono se queda sin esa voz cascada. Es la voz agrietada de un viejo… Pero es él, pienso y respiro, vuelvo a respirar y me detengo a contar las olas que se estrellan y se desbordan. Miro a las mujeres cubanas que caminan cargando todo el mar en sus caderas, a los niños que juegan. Oscurece en La Habana y de pronto camino por esas calles viejas, mirando esas construcciones que parecen leprosos a los que se le ha ido cayendo la vida a pedazos.
Lunes, 11 a.m. En las horas que siguieron a la entrevista y a la detención en plena Plaza de la Revolución entendí el papel que jugaron muchas de las personas que, discretas, seguían mis pasos, entrar al edificio, tocar el timbre. Luego el ascenso por una reducida escalera hasta el cuarto piso. Nada extraordinario, nada que dijera que ahí, en ese edificio, vivía el agente que tanto había incomodado a varios gobiernos por sus revelaciones.
No fue él quién abrió. La voz de una mujer pidiendo repetir el nombre y algunos datos generales. “Sí, déjele pasar”. Era la voz de Agee, quien se asomaba, con andar lento, arrastrando sus pantuflas sobre la alfombra y esos dos gatos blancos untando el espeso pelaje en sus pantalones. Quién podría asegurar que este hombre se atrevió a retar a la CIA…
Ofreció café. Pidió que nos lo llevaran a otra sala de muebles antiguos, todo obsesivamente limpio.
Hablamos de México, parecía poco informado y menos interesado de los cambios políticos que se vivían. Me preguntó de la comida, el tequila (claro, había olvidado llevarle un tequila), de las pirámides de Teotihuacán (“siempre admiré el pasado prehispánico mexicano”).
–Pero dígame: qué encontró en los archivos mexicanos sobre mi libro.
–Esto –le extendí los papeles–. Las cartas que cruzaron funcionarios mexicanos, editores, escritores… todo para que ni llegara a editarse la versión en español de Inside the Company: CIA Diary.
Hablamos de su libro, de lo que supo, de lo que nunca había tenido certeza. Hablamos de sus fugas y los días que siguieron a la publicación de esa obra.
Pero cómo se podía evitar tener a Philip Agee ahí, sentado en su sillón de piel, con apenas una mesa de distancia, y no preguntarle por el 68 en México, cuando él formaba parte del equipo de agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
Imposible evitarlo. El hombre fumaba cigarros Hollywood y recordaba colocando siempre límites a la memoria cuando ésta amenaza con desbordarse.
Sabía bien de la importancia del lenguaje y que éste da para esconder las palabras, para decir sin decirlo.
“Llegué a ver, pero no recuerdo bien”… “Vi, pero no estoy seguro”… “Recuerdo, pero puede que esté especulando”.
Era evidente que sabía y recordaba más de lo que estaba dispuesto a decir. Y, sin embargo, contó lo que vio en los informes que la oficina de la CIA en México enviaba a su base en Estados Unidos.
Estas son sus palabras, en primera persona.
–En agosto del 68, si no mal recuerdo, por la oficina de la CIA en México pasó un informe hacia Estados Unidos sobre un acuerdo entre Gustavo Díaz Ordaz (presidente),
Luis Echeverría (secretario de Gobernación) y Marcelino García Barragán (secretario de la Defensa Nacional) de que serían ellos, y solamente ellos, los únicos que tomarían las decisiones para detener al movimiento estudiantil.
– ¿Habló alguna vez con el entonces secretario de Gobernación, Luis Echeverría?
–No… Nunca conocí a Echeverría.
–Y sin embargo en su libro cita conversaciones como si hubieran ocurrido con él de manera directa.
–Vale la pena decir que en el libro trato de reflejar las diferencias entre Echeverría y Díaz Ordaz, entonces presidente de México. A diferencia de Echeverría, Díaz Ordaz tenía una buena relación con la CIA. Creo que, y esto debe estar en el libro, en algún momento la CIA compró un carro, creo que un Ford Mustang, tipo deportivo, para una mujer, una querida de Díaz Ordaz… No recuerdo cuándo, pero creo que un año antes de la elección, Scott supo, en secreto, que Echeverría era el tapado.
–A la luz de lo que pasó el 2 de octubre del 68, llama la atención esa revelación que usted hace en su libro de que la CIA sabía quién sería el próximo Presidente…
–Sí, Echeverría se lo dijo.
–Si lo sabía Echeverría por lo menos un año antes, esto le da otra lectura a las movilizaciones estudiantiles y al desenlace del 2 de octubre… La masacre.
–En ese momento no lo alcancé a ver así. Bueno, pues esa fue la relación con Echeverría. Y aun con todos los calificativos que puse en el libro, hubo muchos escritores o periodistas que trataron de hacer o decir una cosa diferente en torno a Scott, la CIA y su relación con Echeverría, no tomando en cuenta las limitaciones que hubo entre ambos, tratando de presentar a Luis Echeverría como un hombre colaborador de la CIA. No fue así.
–Y mientras se iba o no de la CIA, se cruzó en su vida el movimiento estudiantil y Tlatelolco.
–Me han preguntado bastante sobre Tlatelolco. Yo tenía amigos y salía del DF casi cada fin de semana a un pueblo de Morelos. Me acuerdo que esos primeros días de octubre tuve una gripe muy fuerte. El 2 de octubre yo estaba en este pueblo y cuando regresé al trabajo supe detalles de lo que pasó en Tlateloco.
– ¿Qué más supo?
–Supe, quizá en agosto, que Díaz Ordaz estableció un comité de tres: él mismo, Echeverría y el ministro de Defensa, creo que se llamaba Barragán…
–Marcelino García Barragán, secretario entonces de la Defensa Nacional.
–Sí, esos tres fueron la máxima autoridad frente al movimiento estudiantil.
–¿…?
–Tal vez es parte de una especulación mía. No sé si hubo un acuerdo para lo que fue una operación finamente calculada y delicada desde el ejército y no de Gobernación.
Y aparentemente este comité de Díaz Ordaz-Barragán-Echeverría tomó la decisión de acabar con el movimiento de protesta esa noche en Tlatelolco; Barragán entonces dio la orden a sus subordinados para preparar todo eso. No sé cuál fue el papel de Gobernación, pero los tres tuvieron un papel importante. Dudo que uno de ellos solo hubiera podido tomar esa decisión, debieron ser los tres. De ahí la conformación de este grupo del que sí supo la CIA. Eso es lo que sé del 68 y cómo usted ve no tengo la posibilidad de seguir las cosas mexicanas muy de cerca.
– ¿Se ha arrepentido en algún momento de haber escrito el Diario de la CIA, por lo que implicaron las revelaciones para su vida?
– ¿Arrepentido? Por supuesto que no. Es un libro muy importante, todavía la gente me dice que haber leído el libro cambió muchas de sus percepciones del trabajo de la CIA e incluso cambió su vida.
***
Lo dejamos en su casa. Pronto, muy pronto sabría que Philip Agee no es un personaje al que se le pueda ir a entrevistar en secreto, sin que lo sepa el G-II, el aparato de inteligencia cubano.
Unas pocas horas después, caminando por la Plaza de la Revolución, supe que Cuba es un mundo de ojos y oídos y que todos se conectan cuando de informar se trata.
Al final serían benevolentes. Una hora de preguntas, de llamadas interminables y un paseo por las silenciosas calles donde se asientan el poder político y económico del gobierno cubano, construcciones sin alma.
Más y más llamadas del agente que nos pregunta sobre México, sobre el día y hora de salida una y otra vez. Un “espere ahí” y otra llamada, los gestos de asentimiento.
Apenas unas palabras para cerrar el capítulo: “Tome sus documentos y no olvide su fecha de salida de Cuba, que le vaya bien”.
Ahora que reviso las hojas de la libreta caigo nuevamente en aquellos apuntes que hice la tarde del domingo 22 de abril de 2007, sumido en la incertidumbre.
Luego leo que el ex agente de la CIA, Philip Agge, ha muerto.
Publicado en el No. 103 de Emeequis (21 de enero de 2008)
Bien Jacinto por esa entrevista a Philip Agee. En verdad ese hombre es toda una leyenda.