Luis Echeverría Álvarez cumplió 100 años de vida este 17 de enero. Como pocos presidentes de México, al ejercer el poder buscó la trascendencia terrenal e histórica. Admirador profundo de Benito Juárez, le correspondió echar tierra sobre la masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968 y enterrar al gobierno de su predecesor, Gustavo Díaz Ordaz. Sobre esas cenizas, construyó su Presidencia de la República (1970-1976). Y aunque todas las consecuencias y los costos políticos y sociales los asumió Díaz Ordaz, Luis Echeverría nunca dejó de estar en el centro del debate por su corresponsabilidad como titular de la Secretaría de Gobernación.

Ya como presidente, dos capítulos marcarían su propio destino: la masacre del 10 de junio de 1971 (El halconazo) y la Guerra Sucia contra la guerrilla rural y urbana. Ese pasado, al que siempre buscó eludir, terminó dándole un manotazo en 2006, cuando vivió un arresto domiciliario por su responsabilidad en la Matanza de Tlatelolco. Ese encierro, ese golpe a su autoridad, esa mancha en su historia, marcó el inicio de un acelerado deterioro físico y mental. Aun así, ha sobrevivido hasta llegar a este 17 de enero, cuando cumplirá 36 mil 500 días de vida.
Apuntes de diario y memoria. Tuve la oportunidad de visitar en varias ocasiones la casa del presidente Luis Echeverría Álvarez entre abril de 2013 y mayo de 2016. Con la autorización de su hijo Benito Echeverría, tuve acceso a diversos espacios de la casa, principalmente la biblioteca, hemeroteca, el salón del sexenio, alguna vez la sala del cine y solamente en una ocasión se produjo un fugaz encuentro con el expresidente.
Éstos son breves fragmentos de los apuntes que hice y lo que la memoria conserva de las pláticas con el personal, de los libros, de los documentos, de las miles de fotografías.

Luego de dos encuentros previos con Benito Echeverría, el hijo del presidente accedió a que visitara la casa de San Jerónimo, siempre resguardada por elementos del entonces Estado Mayor Presidencial, cuyos integrantes y todo el personal laboraba en ese momento en la casa de la calle de Magnolias prodigaron un trato amable al autor de estas líneas, particularmente don Alejandro, el encargado de guardar en buen estado los archivos documentales, fotográficos y, sobre todo, los miles de libros que integran la biblioteca del expresidente.
Desde que dejó la residencia de Los PInos, Luis Echeverría ha vivido la mayor parte de estos años en la casa “Las Palomas”, como alguna vez bautizó su esposa María Esther Zuno a la casa ubicada en San Jerónimo, al sur de la Ciudad de México. La memoria fotográfica dispersa por todos los rincones de la casa muestra que esta residencia tuvo grandes y mejores momentos.
Pero la que yo visité es una casona que ha sido devorada poco a poco por el tiempo. Llegó a la edad en que, por más parches y remiendos que se le hagan, ya no será capaz de recuperar el brillo que alguna vez presumió. Los que en otro momento eran tonos y colores intensos, hoy se diluyen entre los grises, los ocres y la humedad que se filtra por todos los rincones y va construyendo un nido de años enmohecidos.
Los muebles, impecables, limpios, sin polvo, pero sin la vida que alguna vez estallaba en los pasillos. La casona está vacía. Apenas algunas voces se escurren de vez en vez; algún ruido que se escapa de la cocina, el sonido metálico de las cacerolas al chocar.
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Luis Echeverría Álvarez era secretario de Gobernación cuando, de manera casi inexplicable, el remolino estudiantil del 22 de julio se convirtió en el huracán social de 1968. Todas las decisiones tomadas por Echeverría durante la revuelta fueron claves en la historia del país: él fue quien, junto con el regente de la ciudad (Alfonso Corona de Rosal), solicitó formalmente la salida del ejército de los cuarteles y pidió que los soldados tomaran las calles, las escuelas y las instalaciones de la UNAM; de él, dependían los aparatos de espionaje que alimentaron las teorías de la conspiración comunista; de él, dependían las oficinas y los estrategas que diseñaron las campañas de propaganda contra movimiento estudiantil. El conoció por completo, gracias a los reportes de los agentes de la Dirección Federal de Seguridad, el operativo preparado por el Estado Mayor Presidencial para instalar francotiradores (los primeros que dispararon contra la población y el ejército regular) en los edificios que rodeaban la explanada de Tlatelolco aquel 2 de octubre de 1968; él, mandó filmar las horas eternas de esa noche en la plaza.

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En las ocasiones que visité esa casa, de repente aparecían por el patio el coronel Jorge Nuño Jiménez (el fiel secretario particular del ex presidente) o don Alejandro, el “guardián” de la biblioteca, quien ordena y organiza con paciencia conventual cada una de las fotografías, de los diplomas, de los miles de regalos que se veían esparcidos por las salas.
Desde los primero días de la presidencia de Echeverría, el coronel Nuño pasó a formar parte de la ayudantía militar al servicio del mandatario. Cuando dejó la Presidencia, siguió ahí, llevándole los periódicos todas las mañanas. Se convirtió también en su interlocutor, su acompañante, su confidente.
Una de esas tardes de 2013, el coronel me invitó a su oficina. Me confió parte de sus rutinas y apenas unas migajas sobre el ex presidente. Militar fiel y cuidadoso, se guardaba de hacer infidencias cuando recordaba (su mirada parecía recrear las escenas) los días de gloria en que no había un solo instante de paz en la casa.
Desde que Díaz Ordaz anunció que el titular de Gobernación sería candidato presidencial, la casa de Magnolias 131 era una feria, una romería interminable. Día y noche, llamadas, visitas, regalos a montones y obsequios de políticos, funcionarios, líderes sindicales. Todos querían quedar bien con el Echeverría presidente: la obediencia era ciegas, sin cuestionamientos; la lealtad al presidente y al partido, absolutas.
Quienes fueron fieles a las costumbres, aun con el paso de los lustros, al menos hasta el año 2012, fueron los generales secretarios de Defensa. Cada que se designaba a un nuevo militar a cargo de las fuerzas armadas mexicanas, Echeverría se preparaba para la reunión acostumbrada con el nuevo titular de la Secretaría de la Defensa Nacional.
Pocos meses antes de mis primeras visitas, el ritual se había cumplido: el general Salvador Cienfuegos, secretario de la Defensa en el gobierno de Enrique Peña Nieto, no había fallado. “Mira, acá están en la foto mi general Cienfuegos y el señor ex presidente”, decía el coronel Nuño cuando mostraba la imagen.
En una entrevista con El Universal, Jorge Nuño decía en 2019 sobre el ex presidente: “Es un hombre lúcido, lee demasiado, pasa los días en absoluta serenidad con su familia. Está sereno y seguro del juicio de la historia”.

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Apenas seis meses después de haber asumido la Presidencia, Echeverría Álvarez daba un manotazo y definiía cuál sería el sello de su gobierno ante las protestas estudiantiles y sociales.
Con el conocimiento y la venia del presidente Luis Echeverría, el grupo paramilitar conocido como Los halcones reprimió una manifestación estudiantil el 10 de junio de 1971. Documentos de los archivos del Ejército dan cuenta que el ejército estuvo al tanto de la operación de esa tarde de jueves de Corpus, tan lo estuvo que el alto mando dio órdenes de apoyar a Los Halcones. Si lo supo el Ejército, imposible que el presidente no lo supiera.
Para contener la crisis causada por ese hecho represivo de la historia, Echeverría echó mano de uno de sus más queridos métodos de poder: la construcción de enemigos. Toda la responsabilidad recayó en quienes el mismo Echeverría calificó como “emisarios del pasado”.
Ese argumento convencería a un grupo de intelectuales encabezados por Carlos Fuentes y Fernando Benítez, quienes, creyentes de las bondades del presidente, no solamente defendieron sus tesis, sino que además echaron a andar una cruzada con la consigna: ¡Echeverría o el fascismo!
De ese y otros episodios han quedado testimonios en decenas de libros, todos ellos parte del acervo de la biblioteca del ex presidente.
Don Alejandro es el guardián de los libros. Siempre ocupado en ordenar cada uno de los ejemplares de los miles de ejemplares con que cuenta la biblioteca. Se sabe casi de memoria dónde está ubicado cada uno de los títulos y autores, habilidad que fue desarrollando durante años de trabajo con el ex presidente.
Es también el encargado de adquirir las novedades bibliográficas. Al menos hasta el año 2016, estaba atento a todos los lanzamiento editoriales que hicieran referencia a Luis Echeverría o a su sexenio, fueran en favor o en contra de él y su gobierno.
Por órdenes del presidente, don Alejandro dedicó un espacio particular para las obras que se refieren al movimiento estudiantil de 1968, El halconazo del 10 de junio y los aciagos años de la guerra sucia. Esos anaqueles, separados del resto de la biblioteca, contienen, además, decenas de videos y películas en las que se ponen a debate y cuestionan las decisiones que tomó el ex presidente.
Algunos de los títulos que guarda esa colección son ya clásicos del tema, como La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska; o Guerra en el paraíso, de Carlos Montemayor, pasando por Parte de guerra, de Julio Scherer García y Carlos Monisváis; no faltan incluso los que alguna vez se consideraron panfletos, como El móndrigo y Jueves de Corpus, hasta ediciones poco conocidas, como Requiem por un ideal: La Liga 23 de Septiembre, de José Pérez Chowell.
Ese acervo es uno de los más completos sobre los años en los que Luis Echeverría era Secretario de Gobernación o presidente de la República, y de todos se guarda más de una copia.
Pocos conocen tan bien las entrañas de la biblioteca, la hemeroteca y muchos de los tesoros que se guardan ahí, como don Alejandro. Además de atender la biblioteca, es el encargado de estar curando, día a día, los cientos de obsequios que durante años recibió el presidente en sus giras nacionales e internacionales.
Desde un pisapapeles, bustos del presidente de todos tamaños y materiales; cuadros, diplomas, reconocimientos, todo un abalorio de objetos sin ordenar, algunos rescatados de los rincones de la misma casa.
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La mayoría de los medios de comunicación fueron, en general, grandes aliados de Luis Echeverría. Medios afines y periodistas que, por muchas razones, coincidían con el gobernante. Los que no, eran cooptados vía la publicidad gubernamental, las concesiones o el papel con que el que se imprimían periódicos y revistas.
Importaba, y mucho, lo que registraban y publicaban los medios. Y aunque el tono de las publicaciones era de moderación total, incluso en los más osados, cualquier información que le incomodara al presidente, era causa de censura. El caso más conocido del régimen de la época fue el de Excélsior, al que Echeverría golpeó meses antes de dejar el poder (julio de 1976), para arrebatar a Julio Scherer García y compañía la dirección del periódico que, en ese momento, contaba con la mayor presencia en los círculos políticos e intelectuales de México y el extranjero.
Desde sus años universitarios, Echeverría supo de la importancia del control de la información. Fundador del periódico estudiantil México y la Universidad, en la Secretaría de Gobernación construyó estructuras y aparatos para generar información a modo, afín a sus intereses y controlar lo que se publicaba. El control, siempre el control, de lo que se diría de él en el futuro, de cómo quedaría registrado en la historia, fue una de sus obsesiones.

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El golpe a Excélsior fue uno de los casos que exhibió el carácter autoritario y duro del presidente. Pero en el exterior, obtenía admiración y reconocimiento. Es el caso de China. Si un presidente mexicano es estimado por los gobernantes chinos, ese es Luis Echeverría. Su gobierno reanudó las relaciones entre China y México e impulsó, casi personalmente, el ingreso de China a la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Y China siempre se lo ha agradecido. Por lo menos hasta diciembre de 2019, el embajador de China en México, Shu Qingqiao cumplió con el ritual de visitar, año con año, al presidente mexicano: “Hace más de 40 años, el señor presidente, con su coraje y responsabilidad políticos, apoyó la recuperación del puesto legítimo de la Nueva China en la ONU”. Echeverría visitó cuando menos en siete ocasiones ese país.
En la casa de Magnolia, donde languidece el presidente, a un lado de la Sala de los Sexenios, una columna de bambús chinos se mecen con el viento. Benito Echeverría cuenta que esos bambúes fueron un regalo del gobierno chino.
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La imagen que construyó hacia el exterior, la de un presidente abierto, plural, tolerante, amigo de los desposeídos, de los perseguidos por las dictaduras militares de Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, no coincidía con lo que pasaba en México.
No le bastaron a Echeverría ni la masacre del 68 ni El halconazo del 71. En los primeros años de la década de los 70 comenzaron a germinar grupos guerrilleros urbanos y rurales. Con ninguno tuvo clemencia. Toda la violencia del Estado y sus aparatos represivos, legales y clandestinos, se pusieron en acción: la Comisión Nacional de Derechos Humanos identificó en 2001 la existencia de al menos 532 casos de desaparición forzada durante los años de Guerra Sucia.
Mientras eso pasaba en México, mientras la policía política desaparecía a la disidencia y el ejército mexicano dejaba caer cuerpos de guerrilleros en el mar de Guerrero, el presidente Echeverría recorría el mundo, buscando dirigir a los pueblos más pobres, los del tercer mundo.
Un paseo por la Sala de los Sexenios
En la entrada al salón, dos imágenes históricas vigentes cuelgan de la pared: Benito Juárez y Lázaro Cárdenas del Río. Apenas se cruza la puerta, se exhibe una pintura al óleo de José Almaraz, de más de un metro de alto, en la que el expresidente avanza hacia el frente, como le gustaba verse reflejado en fotos y pinturas, veloz, raudo, como su lema de campaña: ¡Arriba y adelante!
Apenas a unos pasos, filas de vitrinas conservan una selección de fotos con jefes de Estado, mandatarios, presidentes, monarcas, líderes políticos y sociales. Es la bitácora de sus incansables viajes por el mundo.
Entre las imágenes están Mao Tse Tung (China), la reina Elizabeth (Reino Unido), Salvador Allende (Chile), Fidel Castro (Cuba), Paulo VI (El Vaticano), Henry Kissinger y Richard Nixon (Estados Unidos). Ahí se resguardan también algunos de los obsequios, medallas de condecoración, cartas, de sus pares.
El centro de la sala está dividido por mesas de gruesa y bien lustrada madera. Ahí descansa la memoria del sexenio en imágenes, miles de fotografías de sus viajes, de sus eternas giras por el país, con campesinos, indígenas, pueblo tras pueblo, los miles de abrazos con el pueblo, en esa eterna campaña política que no cesó ni cuando asumió el poder.

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El largo invierno de un hombre ya sin el poder. Desde uno de los primeros encuentros en una cafetería de la colonia Roma, solicité a Benito Echeverría una entrevista con su padre. Nunca dijo que no, pero tampoco se comprometió. La esperanza se mantuvo.
De manera inesperada, llegó una tarde fría de otoño. “Hoy podrás ver al presidente”, me dijo Benito así, casual.
En la antesala estaba su hermana, María Esther, con quien pasé un tipo de “examen” discreto antes de acceder a la sala-recamara de Luis Echeverría, su hábitat. Luego de una conversación a raíz de la cual me enteré que la hija quería montar una gran exposición de los vestidos tradicionales de todo el país que durante años coleccionó su madre, María Esther Zuno.
“Puedes pasar”, dijo Benito. Entré a la habitación, apenas unos 15 pasos entre la antesala y la recámara. Ahí estaba, el antes todo poderoso presidente, el de las grandes zancadas, el que tenía prisa por ganar la historia, consumido por el tiempo.
La imagen era la de una pintura renacentista: los rayos de sol alcanzaban a filtrarse por la ventana y caían sobre el cuerpo encorvado de un anciano que, con una cobija sobre las piernas, buscaba ahuyentar el frío que se anidaba en la vieja casona de San Jerónimo.
Ahí estaba el hombre que buscó la inmortalidad tanto en la tierra como en el cielo, que deseó tenerlo todo. El político que tenía urgencia todo el tiempo; el que, desde sus días de burócrata de segundo nivel en Gobernación, era el primero en llegar y el último en irse; para el que no había días de descanso, ni fines de semana ni vacaciones.
Siempre, siempre corriendo contra del tiempo, en la búsqueda de que la historia le reservara un lugar junto a sus admirados Benito Juárez y Lázaro Cárdenas.
Ahí estaba, sin ningún rastro ni huella de lo que había sido.
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En el libro Echeverría en el sexenio de López Portillo, el periodista Luis Suárez le pregunta al expresidente:
—¿Cuál es tu actitud ante la muerte?
—He pensado, y desde muy joven, que es un tránsito hacia una gran armonía cósmica, que nada tiene que ver con la conducta que en la vida se haya mantenido. Es decir, está mucho más allá de cualquier preocupación de orden ético. Algo que nada tiene que ver con la idea del cielo y del infierno. Y debemos verla sin temor, pues es el tránsito hacia una eternidad armónica, hacia el encuentro de las grandes fuerzas universales en lo físico y en lo espiritual.
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El arresto domiciliario de 2006 marcaría el declive del expresidente. Poco a poco se fue diluyendo, perdiéndose en la casa de San Jerónimo.
En abril de 2021 se le volvió a ver en público. Esta vez en el campus de Ciudad Universitaria, a donde lo llevaron para recibir la primera dosis de la vacuna contra la Covid-19. Volvía a la UNAM, la universidad de la que egresó como licenciado en derecho; de donde salió huyendo en marzo de 1975 con una pedrada en la frente, luego de intentar inaugurar los cursos universitarios, luego del 68 y El halconazo.
En abril de 2001, décadas después, ahí estaba con un sombrero de paja sobre una cabeza y un cuerpo sin fuerza, los músculos sin tensión, flácidos los tejidos. ya nada de ese presidente todo poderoso. Nada.
NotaS:
Este texto fue publicado en la Revista Proceso. Edición 2,359
Algunos fragmentos de este texto forman parte del próximo libro de este autor y de próxima aparición bajo el sello Debate, Penguin Random House.