En julio de 1975 la Dirección Federal de Seguridad irrumpía en la casa de Roberto Gallangos y Carmen Vargas, una pareja que compartía la militancia en la guerrillera Liga Comunista 23 de Septiembre y la crianza de dos hijos: Aleida y Lucio Antonio. El asalto de la policía política de los años de la guerra sucia quebraría para siempre la vida de los cuatro. Los padres desaparecidos y los hijos separados 29 años. Hace unos días se volvieron a encontrar.
Este es el relato más completo que termina-comienza el 29 de diciembre pasado en un departamento de la Avenida Massachussetts, en Washington, Estados Unidos.
Cuántas veces en estos años Aleida había despertado, en medio de la noche, con esta imagen: de frente al hermano que la Guerra Sucia en México le arrancó en los primeros años de su vida, a la edad en que la memoria apenas es un jirón.
Pero a las 20:40 del pasado 29 de diciembre, el hombre de 33 años que cruza el quicio de la puerta ya no forma parte del sueño y a Aleida se le fugan las palabras, los años, todo el tiempo. Veintinueve años después, entre ellos sólo queda el silencio.
Apenas un abrazo, un beso en la mejilla de Lucio Antonio y una palabra: “Gracias”.
–Gracias Tony, por darme la oportunidad de encontrarte –recuerda Aleida que fue lo único que dijo mientras sentía el abrazo firme de su hermano. Las únicas palabras mientras él ponía un dique en la garganta para contener las emociones.
–Hablemos, en privado, por favor –diría Lucio Antonio a Aleida, siguiendo el guión que desde días antes habían acordado durante largas conversaciones telefónicas.
Con una sonrisa Aleida asintió, cruzaron el pasillo y entraron a otro departamento vacío de cosas, solamente una alfombra beige, una colchoneta en la que se sentó ella y una silla sobre la que descansaba una carpeta blanca que Lucio Antonio tomó y leyó, ya sentado, el mensaje con que abría la primera hoja: “Este es mi trabajo, mis palabras, lo que he hecho por conocerte”.
Mientras miraba a Lucio Antonio o Juan Carlos abrir despacio la carpeta con cientos de recortes periodísticos, cartas, fotografías, Aleida se acordó de aquella llamada del 24 de diciembre, pasadas las nueve de la mañana:
–Hola.
–Hola, ¿quién dices que andas buscando? –respondieron del otro lado.
Y Aleida le volvió a explicar la misma historia que había contado tantas veces, aunque en esta ocasión quiso dejar claro algo… “No sé si seas tú, pero de todos modos quiero que sepas que si eres mi hermano, no vengo a quitarte nada de lo que es tu vida y tu familia, sólo quiero que sepas que quiero conocerte, quiero que sepas que nuestros padres nunca nos abandonaron, que sepas cuál es nuestra otra historia… que necesito conocerte. ¿Puedo saber quién eres?
–Soy Juan Carlos.
Aleida recuerda que por primera vez sintió que respiraba, que algo dejaba de pesarle en el alma y en el cuerpo.
–Creo que soy el que buscas y no quiero que te preocupes… vamos a hablar, tenemos mucho que hablar, quiero que me comprendas. Yo apenas hace unas horas era otra persona y ahora me están cambiando toda mi vida…
Esa primera llamada duró dos horas.
En menos de doce horas se enteró que era adoptado, que sus padres biológicos estaban desaparecidos, que habían sido guerrilleros, que tenía una hermana que lo había estado buscando desde hacía tres años y una abuelita que soñaba con él hacía 29.